El Jarama
Desde que hace un año leí, con bastantes de retraso, El Jarama, cada mañana, yendo hacia el trabajo, miro el camino de otra manera. Intento imaginar cómo era entonces. El valle del Jarama, pocos años después de ser escenario de una de las batallas más duras. Hoy, las autopistas, los enormes viaductos y los polígonos industriales desfiguran la imagen que debió tener en otros tiempos.
Al amanecer, el valle se va coloreando con tonos pastel. Al pasar junto a la ermita del Cristo, el campanario se recorta entre los álamos contra el fondo anaranjado. Más a la derecha, los riscos son testigos de todo. Cientos de aves viven en su refugio natural, sobre el río. Entre los espartales que bajan hacia el río, la liebre trepa y retrepa, entra al túnel y se asoma mirando de reojo la cada vez menos probable aparición del temido búho real.
Abajo el río se esconde entre los cortados y atravieso los campos de labranza. Con el cereal y el maíz ya recogidos hace meses, los terrenos oscurecidos por las lluvias recientes parecen despertar con las primeras luces y se resisten a salir de entre las sábanas de niebla. Como jirones de algodón, se pegan las brumas a la tierra todavía sin arar.
El viejo cementerio con su hilera de cipreses queda a la derecha. A lo lejos se ven ya las primeras casas de San Fernando. Giro por el paseo que flanqueado por esos plátanos enormes se dirige hacia el río. Justo detrás de ese caserón que seguro que conoció tiempos mejores. Más allá de la línea de los árboles de sombra, que dieron refresco a los señores de la casa y fueron testigos de los primeros escarceos de sus habitantes más jóvenes siempre vigilados por las carabinas, va cambiando la forma y el color de las tierras. Aparecen los primeros chamizos que rodean las huertas más cercanas al río, una franja estrecha de terreno que enseguida se convierte en la pura ribera. Los sauces, los álamos, los chopos y finalmente, ya encima del agua, los carrizos, que cobijan cientos de aves, incluso en esta época podemos ver las cabezas verdes del ánade real, el plumaje negro de la focha o, si tenemos suerte, alguna garza real encaramada en un tronco viejo o al acecho de su almuerzo en las aguas bajas de la orilla. Dicen que alguna vez alguien incluso vio una nutria, pero yo no fui.
Al cruzar el río vuelvo a entrar en campos de cereales ya cosechados. Su desnudez deja a la vista los enormes charcos, casi lagunas, que han formado las últimas lluvias. Las grandes bandadas de estorninos se dibujan en el cielo, algo más claro ya, con sus formas caprichosas y cambiantes como una mancha de aceite en agua hirviendo. Después el camino vuelve a girar hacia San Fernando y cuando cruzo el río por segunda vez, imagino allí, donde ahora lo cruza la autovía, la vieja presa en la que se bañaban los jóvenes protagonistas de la novela. Una mañana cualquiera de domingo empiezan y acaban sus sueños, en un tiempo en el que hasta soñar se pagaba con la vida.
Mi sueño termina al entrar de lleno en el tráfico atropellado y absurdo, entre naves industriales, con los aviones rompiendo la madrugada a escasos metros sobre mi cabeza. Las luces rojas de los coches que frenan delante de mí me indican que ya estoy en Madrid. Todavía alcanzo a ver algún cernícalo apostado contra el viento frío de la mañana y alguna urraca vigilando sobre la atalaya metálica de los postes de alta tensión.
Alta tensión es lo que me espera cuando llegue a mi destino, pero estos últimos veinte minutos, casi he visto lo que conté. Probablemente algún día fue así.
Canción para hoy: Atlas - Pauline en la playa
Al amanecer, el valle se va coloreando con tonos pastel. Al pasar junto a la ermita del Cristo, el campanario se recorta entre los álamos contra el fondo anaranjado. Más a la derecha, los riscos son testigos de todo. Cientos de aves viven en su refugio natural, sobre el río. Entre los espartales que bajan hacia el río, la liebre trepa y retrepa, entra al túnel y se asoma mirando de reojo la cada vez menos probable aparición del temido búho real.
Abajo el río se esconde entre los cortados y atravieso los campos de labranza. Con el cereal y el maíz ya recogidos hace meses, los terrenos oscurecidos por las lluvias recientes parecen despertar con las primeras luces y se resisten a salir de entre las sábanas de niebla. Como jirones de algodón, se pegan las brumas a la tierra todavía sin arar.
El viejo cementerio con su hilera de cipreses queda a la derecha. A lo lejos se ven ya las primeras casas de San Fernando. Giro por el paseo que flanqueado por esos plátanos enormes se dirige hacia el río. Justo detrás de ese caserón que seguro que conoció tiempos mejores. Más allá de la línea de los árboles de sombra, que dieron refresco a los señores de la casa y fueron testigos de los primeros escarceos de sus habitantes más jóvenes siempre vigilados por las carabinas, va cambiando la forma y el color de las tierras. Aparecen los primeros chamizos que rodean las huertas más cercanas al río, una franja estrecha de terreno que enseguida se convierte en la pura ribera. Los sauces, los álamos, los chopos y finalmente, ya encima del agua, los carrizos, que cobijan cientos de aves, incluso en esta época podemos ver las cabezas verdes del ánade real, el plumaje negro de la focha o, si tenemos suerte, alguna garza real encaramada en un tronco viejo o al acecho de su almuerzo en las aguas bajas de la orilla. Dicen que alguna vez alguien incluso vio una nutria, pero yo no fui.
Al cruzar el río vuelvo a entrar en campos de cereales ya cosechados. Su desnudez deja a la vista los enormes charcos, casi lagunas, que han formado las últimas lluvias. Las grandes bandadas de estorninos se dibujan en el cielo, algo más claro ya, con sus formas caprichosas y cambiantes como una mancha de aceite en agua hirviendo. Después el camino vuelve a girar hacia San Fernando y cuando cruzo el río por segunda vez, imagino allí, donde ahora lo cruza la autovía, la vieja presa en la que se bañaban los jóvenes protagonistas de la novela. Una mañana cualquiera de domingo empiezan y acaban sus sueños, en un tiempo en el que hasta soñar se pagaba con la vida.
Mi sueño termina al entrar de lleno en el tráfico atropellado y absurdo, entre naves industriales, con los aviones rompiendo la madrugada a escasos metros sobre mi cabeza. Las luces rojas de los coches que frenan delante de mí me indican que ya estoy en Madrid. Todavía alcanzo a ver algún cernícalo apostado contra el viento frío de la mañana y alguna urraca vigilando sobre la atalaya metálica de los postes de alta tensión.
Alta tensión es lo que me espera cuando llegue a mi destino, pero estos últimos veinte minutos, casi he visto lo que conté. Probablemente algún día fue así.
Canción para hoy: Atlas - Pauline en la playa
1 Comments:
Pues yo que me alegro de que ese viaje al pasado a través del paisaje no te alejara demasiado de la realidad como para ver los faros del coche de delante y regresaras, aunque bajo los cables de alta tensión bajo tu cabeza, amenazantes..., a tu hogar.
Una canción preciosa, acompañando la nostalgia de tu post. Como siempre tan acertado en la elección: texto, foto y canción.
Besos.
By 3'14, at 29/10/06 08:02
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